„Salga, salga de ahí, que yo lo espero“
Dressel fue condecorado recientemente en forma conjunta por las cancillerías de Argentina y Chile. En los ’70 permitió que decenas de argentinos, chilenos y brasileños pudieran marchar al exilio a través de un programa de becas. „Tratamos de ayudar a todos, nunca hicimos diferencias“, afirmó con orgullo a Página/12.
Para mí?“, preguntó el pastor luterano Heinz Friedrich Dressel en voz alta, poco antes de la entrevista, a un mozo que lo llamaba desde el fondo de un salón por una comunicación telefónica. A su regreso, en su cara se veía una sonrisa dibujada, era una llamada desde Nicaragua, dijo, de una exiliada de la que no habló y no hablará más nada hasta poco más adelante, cuando lo exija el relato de su historia.
–Usted viene de Alemania, de una familia singular.
–Yo me crié en el advenimiento del Tercer Reich –comienza Dressel–, en el nazismo, y eso naturalmente influenció toda mi juventud. Cuando terminó la guerra, tenía 15 años. Me crié especialmente en la casa de mis abuelos paternos donde el hermano de mi abuelo había pasado por un seminario teológico luterano y lo habían enviado a los Estados Unidos en 1901, de ahí creo que crecí con el mito del Tío en América. En esa casa había un ambiente prenazista, al contrario de mis padres, que eran ambos miembros del Partido. En casa de mis abuelos se vivía un espíritu del nacionalismo, del imperio alemán que era de un humanismo clásico, antes de que llegara la barbarie. En la retrospectiva, eso me parece que fue importante para mi desarrollo.
–¿Qué pasó después?
–Cuando toda Alemania estaba en ruinas y mientras se proclamaba la Carta Magna de los derechos humanos, nosotros, los jóvenes de mi generación que escapamos de la muerte –porque los más grandes habían muerto en los últimos días de la guerra–, pensábamos que empezaba un nuevo tiempo, una nueva era en todo el mundo. Y así empezó un lento proceso de democratización. Yo me formé como teólogo y después me fui a trabajar como pastor a Brasil. En ese momento, estaba la guerra de Corea, luego Vietnam, y yo llegué a Brasil para la última fase del ídolo de muchos brasileños, Getulio Vargas. Después noté que no sólo en Brasil sino en todo el continente había una cosa de efervescencia.
–Allí estuvo siete años en Río Grande como pastor de las comunidades de alemanes evangélicos.
–Luego del primer tiempo en Brasil, hubo un encuentro de Iglesias en Nueva Delhi que marcó un cambio general. Yo mismo entré, digamos, en la fase sociológica. Quería saber en qué mundo vivíamos; cuántas patas tenía una silla, cuántos hijos tienen las mamás y encontré una embarazada con ¡veinte! Y los veinte sobrevivían.
–Eso terminó en un libro consultado en las universidades de la época. A partir de allí su Iglesia le hizo una nueva propuesta.
–Me preguntaron si quería asumir la dirección de una nueva institución para graduados pastores, seminarios para los estudios académicos. Hablé con mi esposa porque debíamos trasladarnos a Río Grande de nuevo y por tres años. Finalmente, lo hicimos. Nos mudamos a las montañas de Río de Janeiro donde existía la institución pero que no funcionaba. A poco de llegar, aconteció que yo viajé a Europa para tomarme las segundas vacaciones en quince años y unos conservadores de los que siempre hay en el mundo descubrieron un libro teológico que yo había publicado en Suiza y que estaba fuera de las normas de la doctrina oficial. Por esa razón, ellos convocaron a un Consejo de pastores para evaluarlo y la mayoría dijo que yo no servía. Que no se podía dejar la formación de los pastores en mis manos. Así fue que me quedé como refugiado en Alemania, porque todas mis cosas, inclusive mis libros, se habían quedado en Río de Janeiro.
–Quienes lo conocen dicen que en ese momento usted hizo su propia experiencia de exilio. ¿Por qué lo censuraron?
–Eran razones ideológicas, teológicas, digamos. Yo hablé de lo que en teología se llama cristología, la doctrina sobre Jesucristo. Católicos y evangélicos por igual hablan de las dos naturalezas de Jesucristo: una humana y otra divina. Pero la teología crítica dice que eso es imposible, que uno no puede tener dos naturas a la vez y yo defendí a Jesucristo como una persona con mucha natura, pero una natura humana. Si hubiésemos estado en la Edad Media, puedo asegurarle que ya no estaría hablando con usted.
–Porque lo hubiesen quemado. ¿Qué pasó con sus cosas?
–Me quedé como un desterrado porque ni siquiera era un refugiado: mi existencia ya era una pena y un poco más. Tuve que rearmar mi vida, con mis tres hijos. No quería aceptar cualquier comunidad porque, ya quemado y marcado, quería elegir por lo menos un ambiente que más o menos combinara con mi ideología y encontré un lugar en Frankfurt que era y es una Iglesia muy abierta y tenía un aeropuerto más o menos como Buenos Aires: el aeropuerto central del país por el que de vez en cuando pasaba algún brasileño. Eso me permitió seguir un poco en contacto con mi Brasil, y saber qué estaba pasando. Empecé a dar charlas sobre Brasil y América latina. Eso y mi pasado teológico en el Brasil hicieron que algunos líderes de la Iglesia global alemana vinieran a preguntarme si quería asumir la dirección de la Obra Estudiantil Ecuménica.
–¿De qué año habla? Porque eso disparó más tarde toda su relación con los exiliados argentinos.
–Fue en 1968. En Alemania se habían edificado casitas para un programa de becas, pero aún no había programa y todo cayó en mis manos. La idea era generar planes de estudio para todo el mundo, es decir: para todo el mundo subdesarrollado, no los americanos, ni Estados Unidos, ni los suecos. Africa, Corea o los países a los que se llamaba sureuropeos, en vías de desarrollo o Tercer Mundo. Eran becas de posgraduación porque la idea era, y me parece correcta, dejar a las personas en sus propios países para toda la capacitación que pudieran tomar en sus lugares y, luego, lo que no tuvieran podían hacerlo afuera. En ese momento, me propusieron empezar por Africa. Como no conocía Africa empecé por Latinoamérica en 1972.
–Justo a tiempo.
–A mi regreso noté que las cosas desde adentro se veían de una forma, pero que Chile no se iba a quedar como en septiembre de 1972. Allí, yo podría decir que ya estábamos preparados para recibir a los estudiantes de Chile porque era previsible lo que iba a pasar aunque la gente no lo veía, como en Argentina, porque estaban anestesiados por falta de información.
–¿Se acuerda de alguna situación, como ejemplo?
–Cuando llegué a Chile, por ejemplo, me encontré con la huelga de los motoristas porque faltaban neumáticos, pero eso no era apenas falta de algo. Detrás había otra cosa porque casi no era posible conseguir un vehículo para trasladarse. Otra vez viajé por casualidad con un alcalde del sur de Chile. Cuando supo que yo era pastor evangélico me dijo: „¡Ahhh!… Los evangélicos son pastores, los católicos son todos comunistas“. Había muchas de estas cosas en la población, y yo volví con algunas informaciones en mi cabeza porque pude hablar con ellos y en Argentina era más o menos lo mismo. Yo sospechaba que ese clima podía ser peligroso para algunos amigos, pero los amigos me decían que no me preocupara. Un día, me llegó una carta de un viajero desde Estados Unidos, que había despachado una carta para Alemania porque ya no era posible mandarla directamente desde Argentina por razones de censura. Yo me di cuenta de que la persona que me escribía se estaba escondiendo porque estaba siendo perseguida por un Falcon o no sé qué. ‘¡Salga, salga, salga!’, le dije. Le dije que saliera cuando pudiera, que yo la esperaba. Se lo dije, pero ella no se daba cuenta de que estaba en peligro porque además trabajaba en el Ministerio de Acción Social.
–¿Quién fueron los primeros exiliados?
–Antes de que mi institución existiera, ya había programas de refugiados en Alemania, pero era ayuda en pequeña escala por poco tiempo, en la obra que surgió después de la guerra por necesidad. Sólo que después nadie esperaba olas y olas de personas de Latinoamérica que debían abandonar su país. Y vamos a lo concreto, ya cuando existía el programa un día nos llamaron de una institución protestante de París que había recibido a unos exiliados brasileños y que, por casualidad, uno de ellos hablaba alemán porque el papá era alemán y por esas interrelaciones me llegaron sus datos. Me dije que los vería y a casi todos los llevamos a Alemania. Eso fue en el principio de 1973 tal vez, y luego surgió el golpe de Chile y muchos tenían que dejar el país. Entre ellos, había un grupo de izquierdistas de Brasil que habían sido desterrados, habían pasado por Cuba, luego México y estaban asilados en Chile, después del golpe no podían volver a su país. En el primer momento ellos estaban más en peligro que los propios chilenos. Al principio se refugiaron en la Embajada de Italia, después en México, donde les dijeron que más de tres meses no se podían quedar.
–¿Quiénes eran?
–En Brasil estaban presos y los habían cambiado por secuestrados políticos. También ellos entraron.
–¿Qué requisitos debían cumplir?
–Yo no podía dar ninguna beca para un panadero o un obrero, era un programa académico. Yo debía saber cuál era su currículum académico y saber una o dos palabras de por qué estaba en esa situación. Bueno, lo que sucedió después con ese grupo es que no pasó mucho tiempo antes de que en las hojas esas que ustedes tienen también aparecieran sus nombres como „¿Dónde están estos terroristas?“. En ese momento, los servicios de inteligencia del mundo no tenían claro dónde estaban ellos porque habían entrado por Bélgica y todos los que llegaban ahí, eran invitados a quedarse. En ese contexto, encontré instrumentos para arreglar las cosas de otra manera porque quien tenía una beca nuestra podía entrar a cualquier país, porque nosotros pagábamos por él.
–¿No arreglaban los papeles antes, sino después?
–Sí, primero ellos empezaron a vivir con nosotros y después presentaban sus nombres al comité de selección. Pero era una cuestión de confianza también. Y lógicamente, después de unos días los mandaba a la policía de extranjeros para que se registraran como estudiantes de nuestra organización. En ese momento, los servicios secretos que existen en todo el mundo se enteraron bien de dónde estaban, sólo los periodistas aún no lo sabían. Y yo sé que los servicios lo sabían porque cuando se celebró el campeonato mundial en Alemania, mis desterrados brasileños eran obligados a aparecer tres veces ante la policía del barrio, para que no abrieran una bandera o brasileña o roja en el campo de fútbol, o para que no les lanzaran una bomba. Cuando se aquietó Brasil, empezó Chile y después Argentina, Salvador, Nicaragua, después Africa, Filipinas o Etiopía. Y aquí, en Buenos Aires, teníamos un puesto con el secretario general Ille que tomaba contacto con los que debían irse y salir primero por un país vecino. Hubo personas que nos ayudaron. Una persona de Naciones Unidas del Acnur que ayudó mucho y una mujer que atendía el teléfono en el Programa Nacional de Naciones Unidas para el Desarrollo que no tenía que ver con nada, pero la señora que estaba ahí y ocupaba una silla en una oficina, dijo: „Yo voy a hacer algo“.
–Las embajadas estaban sobre aviso en Argentina. Cómo hicieron ustedes para sacar a la gente. Además, ¿tenían que ser religiosos?
–No, casi nadie lo era. Habría que preguntarles a ellos pero lo que yo puedo decir es que en un momento quise explorar la frontera para encontrar una posibilidad de que la gente pudiera salir a través de Uruguay, y entrar en territorio brasileño. Y fui porque quería pasar yo mismo. Llegué a un hotel, quería dormir ahí, pero no había estación, por eso seguí de largo. Vi otro hotel, paré el coche, entré, le pregunté al hombre si había lugar para esa noche, me dijo que sí y entonces muy aliviado pensé que tenía una cama para estar y seguir viaje a Uruguay y el hombre me dijo: „Usted ya está en Uruguay“. ¡Había atravesado una sola calle, de un lado estaba Rivera (en Uruguay) y Santo do Livramento (Brasil), que separa los dos países! Nadie me controló, y por lo tanto se podía cruzar sin policías. La cuestión era saber si controlaban a los ómnibus, pero para una emergencia se podía usar un coche. Finalmente no se necesitó. Pero lamento hasta hoy que encontré a un argentino que no pude convencer de que se volviera conmigo. Le dije que podía arreglar todo, pero me dijo que su madre estaba muy enferma y que tenía que volver, y hasta hoy nunca más supe qué fue de su vida.
–¿Recibió presiones?
–Tal vez preocupaciones, miedo no. Con 40 o 50 años uno tiene menos escrúpulos que con 70, hoy tengo más escrúpulos a salir de acá que 30 años atrás que andaba en cualquier lado. Aun así, recuerdo un día en Chile cuando volvía de la Vicaría a mi hotel que encontré en la entrada de mi pieza a tres personas vestidas bien elegantes y se incomodaron un poquito al verme. Me dijeron que iban a pedir calefacción. Después llega un señor que dice que viene de la Vicaría donde yo había estado unas horas antes oficialmente. Se presentaba así porque no era posible tratar ese caso en la Vicaría. Me preguntó si yo tenía tiempo y entonces pensé que tenía que decidirme en ese momento: no o sí. Y yo que tengo mucha confianza en los demás, le dije que sí. Y esa persona me presentó el caso de la chica que llamó hoy desde Nicaragua.
–¿Logró sacarla de Chile?
–Miré el caso y traté de buscar una salida inmediata en la semana o una cosa así, nunca con la línea aérea del mismo país, sino Varig, por ejemplo, pero después supe que igual era el Mercosur de la información. Bueno, todos llegaron con Varig. Pero al otro día cuando fui al aeropuerto veo que está medio vacío, compré el diario El Mercurio y de repente escucho que dicen por micrófono mi nombre, que tenía que presentarme ante la policía. No había nadie, y yo tenía el caso de la chica ésta en un bolsillo del pecho. Me encontré en una sala vacía, pedí un café y de repente viene un oficial de Canadá y me dijo: ¿Are you Mr. Dressel? El avión viajaba antes y me estaban esperando sólo a mí.
–¿Cómo hizo con esto de las becas de los estudios? ¿Si una persona estaba en peligro priorizaba rescatarla?
–Eso es un tema muy difícil porque los propios estudiantes pueden contarlo mejor. Yo le mencioné el primer caso de los brasileños que llegaron en 1972 o en el inicio de 1973, otro que llegó de Brasilia que fue cruelmente torturado, preso por nada, y salió un poco perturbado naturalmente con su esposa y un niño y entonces él tenía un bloqueo para atender el curso de lengua. Era un hombre hecho y fue difícil sentarse para que alguien le dijera de nuevo: a, b, c. Un día se enojó, y también los profesores se quejaban. Ellos pertenecían a la institución, eran germanistas, creían que el alumno tenía que ser así y así. Y me criticaron muchas veces porque no querían que hablase portuñol con ellos. En ese contexto, yo intenté conciliar posiciones. Les dije a los exiliados que fueran de vez en cuando a dar su cara, su fisonomía.
–Entiendo.
–O por ejemplo, en la organización, había muchos sin becas que procuraron amparo por lo menos sentimental y psicológicamente. Ellos no recibían beca, pero yo les decía, si tú consigues dar el examen de entrada al curso de alemán, entonces yo puedo pagar el plato, la comida. Hubo casos ortodoxos y no ortodoxos, y de facto nosotros nunca distinguimos entre diferentes tipos de gente.